Puertos

(FNM) A quienes nos gustan los barcos, y sabemos que es en los puertos donde descansan, donde parten y regresan, con toda su carga de sueños y de esperanzas, van estos recuerdos que, muy probablemente, sean los mismos de tantas personas. Sucede que llegué a Buenos Aires en un barco, el "33 Orientales" del vapor de la carrera, en marzo de 1974…

(FNM) A quienes nos gustan los barcos, y sabemos que es en los puertos donde descansan, donde parten y regresan, con toda su carga de sueños y de esperanzas, van estos recuerdos que, muy probablemente, sean los mismos de tantas personas. Sucede que llegué a Buenos Aires en un barco, el "33 Orientales" del vapor de la carrera, en marzo de 1974…

Tenía 22 años de edad, una valija de cartón con algunas ropitas, insuficientes para el frío del otoño que se aproximaba, además de unos billetes marrones de plata argentina en el bolsillo que no llegaban a equivaler a los 100 dólares, y una carta con una dirección en la calle Conesa, cerca de la estación de trenes de Colegiales, donde se suponía que me esperaba una joven como yo. Por pudor, prefiero dejar su nombre en el anonimato.

Pasé la noche sin poder pegar un ojo en el camarote de clase turista, donde en un sollado de chapas remachadas cuatro personas compartíamos las cuchetas con colchones finitos que parecían de paja y, como en el tango, con la ñata apoyada sobre el vidrio de ese gran ojo de buey con marco de bronce, veía algunos destellos como si fueran luciérnagas del mar, que no eran otra cosa que reflejos de las cubiertas superiores.

En ese espacio sagrado que es el sollado y las cubiertas inferiores de todos los barcos, que tanto se parecen a las criptas de las catedrales y donde se han inmolado tantos hombres y mujeres, se olía hasta en la piel el sabor penetrante del fuel-oil mezclado con la humedad hecha casi vapor. Es un aroma que no se olvida.

El trepidar de los inmensos pistones, bielas, balancines y válvulas de la máquina, con un sonido sordo y acompasado, se transmitía a través de las varengas y de las chapas, llegando a todos los confines de esa mole. Es curioso, porque en mi despertar a la vida lo escuchaba como si fuera música.

Al amanecer, después de peinarme el jopo y de lavarme cara y dientes, fui uno de los primeros en subir a la cubierta. El sol, su resplandor, nos inundaba. Había turistas que volvían con la piel quemada por el sol del Atlántico y otros que parecían haber dejado hasta el alma en alguno de los Casinos orientales, pero todos celebrábamos de igual manera el nacimiento del día, porque siempre trae alguna esperanza. Yo no sabía mucho de barcos ni de la vida.

El barco entró por aguas para mi inaugurales, de un acerado color, y sentí como revoloteaban algunas gaviotas que no tenían nacionalidad alguna, eran del mar. Y ahí, hacia la proa, el perfil de chimeneas, grúas, extrañas y desconocidas construcciones, a la izquierda (aun no había aprendido a decir babor) un viejo puente de fierro que bien podría haber sido al que le cantaba Zitarrosa, por detrás, algunos edificios modernos en ese entonces.

¡Era Buenos Aires! La ciudad desconocida y a pesar de ello amada, por haber escuchado de niño tantas historias, por haber visto películas en blanco y negro donde Tita Merello, Enrique Muiño, Libertad Lamarque, Pepe Arias, Luis Sandrini y Niní Marshall, me expresaban sus sentimientos. Si para mi La Guerra Gaucha, Pelota de Trapo, La Muchachada de abordo o Las aguas bajan turbias, era como si las hubieran filmado a la vuelta de mi casa y poco me faltaba para que conociera de memoria sus guiones.

Pero como una advocación, surgió en mí la imagen de Carlos Gardel cantando “Mi Buenos Aires querido”, con su estampa varonil, peinado a la gomina y luciendo esa inmensa dentadura de dientes blancos y perfectos, creyendo que pudiera hacer de aquel cuadro que se ofrecía ante mis ojos un acto de verdadera fe.

La maniobra de aproximación al muelle del “33 Orientales”, los hombres lanzando los cabos para llevar hasta las bitas los gruesos calabrotes, los gritos de marineros y amarradores en un dialogo para mi incomprensible, las miradas, las voces de los pasajeros, los silencios y esa pitada interminable de azufre y vapor, que sentí hasta en el estómago y que anunciaba que el barco estaba aferrado al muelle, como un león prisionero.

Entonces. No había posibilidad de regreso. Descendí entre una muchedumbre, pisé los adoquines de Dársena Sur y sentí como mi mirada se inundaba de Puerto. Después supe de Quinquela Martín y de tantos otros que la dibujaron o fotografiaron, pero ahí estaba la ciudad imaginada, de la que tanto había leído, escuchado los tangos, sentido el “rezongo de bandoneones” y entonces me di cuenta que aquella brutal ironía de Borges cuando dijo, “Buenos Aires, es un arrabal de Montevideo”… Por eso, y aquí termino, entiendan que en los Puertos, para los inmigrantes está el principio de la vida.
A.B.C.

15/06/10
NUESTROMAR

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paula
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